Es un deporte con una cuota artística, musical y de espectáculo y eso, era justamente lo que me apasionaba. Me permitía crear e interpretar.
En cada competencia se compite una rutina acompañada con música, con preciosos trajes de baño bordados con miles de lentejuelas en torno a un tema, con impecables moños en el pelo y con esmerados maquillajes. Un deporte que, hasta ese momento, era 100% femenino.
Entrando en mi etapa adulta abandoné el deporte y cambié mi pasión por otra pasión: la arquitectura.
Cuando me recibí de arquitecta comencé a trabajar dibujando planos en algunos estudios o armando presupuestos o metrando en la computadora. Ya no tenía que pasar frío en las piscinas, podía disfrutar de mi trabajo en un lugar más confortable, aunque ya no 100% femenino.
Un día, se presenta un gran desafío. Había sido seleccionada en una empresa constructora. Nada más y nada menos que para asumir el rol de Jefa de Obra de arquitectura del contrato principal de una de las más importantes obras de Montevideo: la construcción del nuevo aeropuerto.
Lo primero que sentí fue miedo, preocupación, ansiedad, nervios.
Sentía que era un precioso desafío, pero sabía que iba a tener que desarrollar muchas habilidades.
Además de todo lo que tenía que aprender, me aterraba imaginarme ese mundo más incómodo, más frío, ese mundo de contenedores, de barro, de pozos. Un mundo de andamios, herramientas, hormigón y sobre todo un mundo mayoritariamente masculino.
Otra de las cosas que más me preocupaba era tener que trabajar con un grupo tan grande y diverso de personas. Me acordé de mis tiempos de deportista y pensé: que lejos voy a estar ahora de ese mundo femenino, de ese mundo de música y lentejuelas. ¡Que distinto va a ser todo!
Hasta hoy recuerdo el primer día que llegué a obra. El terreno en donde se ubicaría el aeropuerto era un descampado. No había más nada que un gran pozo que aún se estaba excavando para hacer las fundaciones y el subsuelo.
Era invierno y el viento soplaba muy fuerte, el día anterior había llovido bastante.
Yo tenía una campera abrigada de color naranja con bandas reflectivas, mis botas de obra y mi casco blanco.
Solo caminar desde el contenedor hasta el sitio de la obra era una odisea. Pelear contra el viento, sacar las botas que se enterraban en el barro y hablar a los gritos y a distancia con las personas que estaban trabajando. Cómo extrañaba los estudios de arquitectura calentitos, solo pensaba: ¿quién me mandó meterme acá?
Pero cuando me imaginaba el aeropuerto finalizado en ese terreno vacío me motivaba tanto que no había frío que me detuviera.
Bienvenida a la obra, me dijo el ingeniero que era responsable del hormigonado, me contó las etapas de la obra y me presentó a varias personas, todos hombres.
En ese momento también pensé: además del desafío propio y el de la obra voy a tener que aprender a relacionarme en este mundo de hombres y ganarme mi lugar.
Porque Jefa de Obra es un título que me puso alguien, pero el liderazgo lo tenía que ganar. Ellos esperaban muchas cosas de mí:
– Que marque el rumbo y conduzca
– Que apoye y guíe
– Que aporte recursos y escuche
– Que remueva obstáculos
– Que capacite
– Que represente y defienda al equipo dentro y fuera de la organización
Y sobre todo que sea justa, honesta y competente.
Porque liderazgo no se trata de cargos, tampoco se trata de género. Se trata de credibilidad y confianza. Solo si yo construía una relación de credibilidad y confianza iba a ganar mi lugar. Solo si yo era ejemplo y respetaba iba a lograr respeto.
Así que empecé por ser ejemplo de todos los valores y actitudes que me gustaría ver en la obra.
Seguí por aprender todo lo necesario, preguntar, indagar, compartir todo lo que yo sabía y ayudar a cada uno a desarrollarse en su rol al igual que lo estaba haciendo yo.
Teníamos reuniones de equipo todas las semanas, y también reuniones uno a uno con cada uno de los técnicos responsables.
Heredé un equipo que venía trabajando, pero busqué encajar cada pieza en el mejor lugar, en ese lugar en donde cada uno podía brillar. Y seleccioné a otros para complementar ese equipo. Me hice responsable por ese equipo en el cual tuve que tomar algunas decisiones difíciles.
Acordamos objetivos desafiantes, pero realistas e hicimos todo lo posible para lograrlos. Agendamos reuniones sistemáticas para hacer seguimiento. Algunas de ellas fueron incómodas cuando las cosas no salían, pero fueron claras y logramos el compromiso de las personas para resolver los problemas.
Y cuando las cosas salían bien intentaba reconocer, aunque esto me costó bastante hasta que entendí la importancia de esa sensación que cada uno tiene por el logro conseguido. Porque el logro es uno de los principales combustibles emocionales. Además, uno de los principales motivadores es que otras personas importantes para ti reconozcan lo que lograste.
Formamos un gran equipo, con aciertos y errores, con acuerdos y diferencias. Un equipo con un gran desafío, pero con personas comprometidas a lograrlo. Un equipo con valores en donde cada uno era una pieza fundamental de este gran puzzle. Porque en este gran equipo me di cuenta de que no importa el punto de partida. No importa tu género, de dónde venís, qué estudiaste. Todos tenemos nuestras fortalezas y nuestras debilidades. Pero cuando las reconocemos, las honramos y estructuramos al equipo basado en ellas, las debilidades individuales son cubiertas por las fortalezas del colectivo. Así construimos un equipo complementario en el que confiábamos los unos en los otros. Y logramos construir un aeropuerto que luego fue catalogado como uno de los más hermosos del mundo. Un equipo del que todos nos sentimos orgullosos de ser parte.
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